Hoy es día de Navidad, el mejor día
del año para publicar este relato que mi amigo, el relleuero Hernando Seguí, me
ha hecho llegar y que es una de tantas anécdotas reales que ocurrieron en el
transcurrir del tiempo. Es una pena que estas historias se vayan perdiendo con
el inevitable y obligatorio viaje al más
allá de las personas que las vivieron o fueron partícipes en algún momento de
sus narraciones. En una de mis publicaciones ya comenté la necesidad de guardar
para las posteriores generaciones este patrimonio intangible e inmaterial que
representa la historia de nuestro pueblo porque la historia es la ciencia de la
memoria.
Ocurrió
en Relleu una Nochebuena
No nevaba, tampoco hacia frio, Pep “el dels gossos”, seguía el ritmo
cansino del mulo, asido al rabo del animal. La suavidad de la noche era más
propia de la primavera que de un 24 de Diciembre. Le acompañaba el susurro de
una brisa tibia al atravesar la maraña de agujas de los pinos. Envuelto en
sombras, Pep se iba acercando a la casita de su masía, “La Serra”, donde vivía
solo desde que había fallecido su madre. Ocho meses tan solo estaba faltando y
se había acostumbrado a su ausencia, por lo que le costaba reprimir cierto
sentimiento de culpabilidad.
El relleuero Melchor Martínez en la plaza de La Señoria de Relleu
No había fiesta que le gustara más que la Navidad, ni siquiera San
Alberto, que era la de los jóvenes y se celebraba en los primeros días de
Agosto; entonces se sacaba a bailar a las
chicas perfumadas con albahaca tomillo o salvia, con suerte se podía conseguir a la chica apetecida y si
ella dejaba entender (con ese lenguaje misterioso y complicado) que también le correspondía,
se abrían las puertas de lo inalcanzable y al corazón le faltaba espacio en el
pecho. El luto no le permitía disfrutar de la Nochebuena en el pueblo. A estas
horas los “maseros” ya habrían hecho su entrada triunfal por las calles, las
mujeres montadas en amazonas sobre las cabalgaduras que los hombres conducían
del ramal, y los niños corriendo con las
“aixames” (antorchas de esparto) bajo el brazo para fundirse con el tropel de los demás niños del pueblo. Surcaban
el aire las voces frescas de las muchachas, sus risas claras entremezcladas con
las bromas tímidas de los varones. Las
mesas estarían puestas en la plaza del pueblo y los “maseros” las engalanarían
con dulces elaborados con productos de cosecha propia: almendrados, mantecados,
pastissets de boniato, cocas dulces; la gente del pueblo pondría el anís y el
coñac. Así celebraba el pueblo unido el nacimiento del Señor y como era noche
de paz todos estarían pendientes de la reconciliación de “Los enemigos del año”,
una especie de auto sacramental que se repetía desde la noche de los tiempos
con su invariable final, grandes abrazos
de los que acababan de estrenar una amistad bendecida por María y José, y
aplausos emocionados por parte de un pueblo orgulloso de lo cabales que eran sus gentes.
Aixames a Relleu. Nochebuena 2013
Pep había caminado con los ojos cerrados agarrado
a la cola del animal. Cuando volvió a abrirlos estaba ya a la altura de la “Serra
Campana”.
Por la ventana abierta de la cocina se
adivinaba la tenue y temblorosa iluminación de un candil. Al martilleo de los
cascos del mulo se le añadió el crepitar del aceite caliente en la sartén. María
“La Gata” no se había ido al pueblo con el resto de la familia, ella se sentía
incomoda con la muchedumbre, tenía un carácter bonachón que junto con su
aspecto linfático y sus “pies redondos” parecía animar a
las gentes sencillas de aquel lugar a gastarle bromas de una fatigosa
ingenuidad. Pep recordó las últimas mieses cuando aquellos niños le habían regalado
a María un puñado de cerezas envueltas en un pañuelo y después de dejarlo
encima de la mesa le cantaron:
Marieta si vols cireres
escampa el
mocador,
no les mires ni
les toques
que son pa´l
senyor rector.
El camino se fue ensanchando hasta desembocar en el patio de su casa,
cuyo encalado resplandecía bajo la oscura claridad de las estrellas. Pep abrió
la puerta y tras encender el candil, hombre y mulo franquearon el umbral para acceder a una estancia con el piso de
tierra. El olor a aceite quemado del candil atenuó un sentimiento de soledad lleno
de pesadumbre.
Tras retirarle al mulo las alforjas y la albarda se dispuso a meterlo en
la cuadra que era contigua a la estancia principal. Se fijó en los ojos del
animal que brillaban con una inexpresiva viveza y en un impulso de ternura sintió
la necesidad de apoyar la mejilla en su cuello. La sala se iluminó con el fuego
de la chimenea. Pep esperó a que redujera la llama. Iba a preparar una
“pericana”: pimientos secos y bacalao pasados por la brasa y troceados, aliñados
con unos dientes de ajo laminados y
aceite de oliva. En nochebuena es lo que se ponía para cenar en casi todas las
casas del pueblo, la fiesta se honraba en la mesa con el cocido de Navidad. No
se escatimaban lujos, carne de aves de corral, cordero y las pelotas con pan
remojado, sangre de la gallina y taquitos de tocino. Pep se comió media barra
de pan con la “pericana” y apuró una catalana de vino de parra, que así llama
en mi pueblo al de cosecha propia. La catalana es familia del porrón y contiene
medio litro, justo lo que un hombre razonable se podía beber en una comida y el
pitorro tiene un orificio que da al vino una salida más alegre, permitiendo que
se saboree mejor.
Calle de Relleu
Después de la cena, Pep cortó a taquitos media
pastilla de turrón blando que había comprado en una paradita del pueblo y que solían
poner en fiestas unos vendedores ambulantes de Jijona. Conservaba puesta la ropa
de los festivos que traía del pueblo; pantalón de pana negra, camisa blanca con
finas rayas azules, chaleco de alpaca con fajín y chaqueta negros. Se puso a
pensar que María también estaría sola, allí mismo, en la Sierra Campana. Envolvió
el turrón en el papel de estraza, cogió la botella de anís y enfiló el camino.
En pocos minutos se plantó delante de la casa de su vecina, golpeando la puerta
con la aldaba. María respondió con un
“va” al que alargó desmesuradamente la vocal; apareció con los mofletes
enrojecidos por la lumbre, la mirada reluciente y una sonrisa alegre. Invitó a
Pep a pasar y lo hizo sentar a su lado delante de la chimenea. María empezó a
evocar Navidades pasadas como si todas las que habían precedido a éstas
hubieran sido un manantial inagotable de dichas, ¡qué bien lo pasábamos! Pep
llenó varias veces las copitas de anís; observó
que la felicidad de María iba en aumento (nunca se le había pasado por
la cabeza que un día pelaría la pava con un hombre, sentados ambos ante la
chimenea como solían hacer las parejas de novios). Pep comprendió pronto que el
anís no era el único responsable de aquella alegría y sintió la misma
satisfacción que cuando su padre de niño le felicitaba por un trabajo bien
hecho. Así las cosas están bien.
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La Nochebuena se iba despidiendo, hacía mucho
rato que la lumbre había dejado de proyectar la sombra de los cuerpos en la
pared, no quedaba más luz que la del candil. María se había quedado dormida en
la silla, una leve sonrisa animaba su rostro y por la comisura de sus labios corría
un suave hilito de saliva. Pep besó su mejilla, la cubrió con una manta de pan
y marchó para su casa. Esa Nochebuena fue la de 1918. Al año siguiente mi abuelo se fue a trabajar
de chatarrero en los campos de batalla de Verdun.
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