X relato
de “La Barbera. Una burbuja en el tiempo” o “Cuando los límites se
entrecruzan”.
Verano del año 1995.
Al
igual que otros años, había plantado unas hortalizas en el huerto interior de
la finca, entre el pasillo de los cenadores y la fila de cipreses cerca de la
gran araucaria.
Una tarde, me estaba entreteniendo con las plantas de
tomateras. De pronto, oí la voz de un niño.
─Mama,
mama.
Volví bruscamente la cabeza para mirar hacia el lugar donde provenían esos gritos. Dirigí la mirada hacia la balsa que estaba pegada al muro de la calle, paralela a las vías del tranvía.
La Barbera
La balsa (hoy desaparecida),
tenía unos diez metros a lo largo del muro, unos cuatro de ancho por dos de
altura, con unos escalones pegados a ella que permitían el acceso desde el
exterior hasta su base interior.
No vi a nadie.
Pasó un rato y la misma voz volvió a gritar.
─Mama,
mama, ajuda’m (ayúdame).
Durante un par de
horas se repitió en cuatro ocasiones y al no ver a nadie, me dirigí hacia el
muro pegado a la balsa, porque pensé que el niño estaría en la calle, aunque me
extrañó que continuara allí tanto tiempo. Subido a los escalones de la alberca
podía ver perfectamente la calle de la otra parte del muro. Nadie había allí.
Balsa para el riego de finca agrícola de Villajoyosa
Volví a mi trabajo campestre con
un poco de recelo, pero sin darle excesiva importancia.
Al día siguiente, por la tarde, regresé al mismo lugar para
continuar con los trabajos agrícolas. Volvió a repetirse la situación. Oí de
nuevo la misma voz infantil repitiendo las mismas palabras.
─Mama, mama, ajuda’m, ajuda’m.
Empecé
a “mosquearme” pensando que alguien me estaba gastando una broma. Pero volví a
asomarme, no solo a la calle, también a la balsa. Nada de nada, la balsa
completamente seca y nadie en la calle.
Lugar donde estaba la balsa en el huerto de la Barbera.
Los días eran muy calurosos y como
me habían dicho que las mejores horas para el riego eran las últimas del día, una
tarde aproveché que estábamos toda la familia reunida en casa de Pepica para
acercarme al huerto y poner en marcha la irrigación.
Me puse a controlar que los goteros funcionaran bien y
aunque había claridad, el sol ya no pegaba de lleno, en una hora caería la
noche. No me di cuenta, pero el silencio dominaba la situación y sólo lo rompía
el paso del trenet (tranvía), o de algún esporádico coche. De repente, la voz
del niño en medio del silencio. Las mismas palabras.
─Mama, mama, ajuda’m, ajuda’m.
Interior del huerto de La Barbera.
Pero no sonaban igual que en las anteriores
ocasiones. Sonaron en mi cabeza, como un lamento. Me di la vuelta muy
rápidamente y miré hacia la balsa. Lo que vi me hizo saltar como un resorte, me
quedé tres o cuatro segundos mirando aquello e inmediatamente salí corriendo
por la vieja puerta exterior de madera junto a la araucaria.
Llegué a la casa de Pepica jadeando, sudoroso y por lo
que me dijeron después, con el rostro desencajado y pálido.
Al verme así se asustaron y cuando me preguntaron, les
conté lo que llevaba días oyendo en el huerto y lo que había visto hacía un
momento.
…
Acceso al huerto de La Barbera. Foto Anita Llinares
Y lo que había visto hacía un momento, fue lo siguiente:
Cuando oí esas palabras suplicantes, me volví y distinguí a un niño de unos
siete años, que desde la balsa venía hacia mí, vestía pantalón corto con camisa
arremangada y con un faldón lateral colgando por fuera del pantalón, el color
de su ropa era casi uniforme, de un verde oliva, y venía chorreando, empapado,
sin tocar el suelo. Yo por lo menos no le vi dar pasos, ni siquiera le vi los
pies.
Nadie se atrevió a asomarse por el huerto y entonces
Pepica nos contó una historia.
peru.com
Lo que Pepica nos relató fue, que, al poco tiempo de
estar viviendo en La Barbera, sobre el año 1985, también ella, en un par de
ocasiones, oyó la voz de un niño exclamando las mismas palabras que yo le había
relatado, aunque las escuchó como lejanas, apagadas y las dos veces que le
ocurrió, se dio un paseo por el huerto, sin ver a nadie ni apreciar nada
anormal. Cuando tuvo ocasión, se lo mencionó a la señora Dª Antonia y ésta le
contó que, a finales del siglo XIX, o recién comenzado el XX, cuando su familia
aún no estaba definitivamente instalada en la mansión de La Barbera, allí
vivían “los caseros”, un matrimonio que se ocupaba de cuidar y dirigir los
trabajos que se realizaban en la finca. El menor de sus hijos, de corta edad,
en un descuido, cayó en la balsa y se ahogó. Al parecer, cuando descubrieron el
cuerpo sin vida del pequeño, llevaba varias horas en el agua.
fiernormal-365xXx80. Qué.es
Después del relato de Pepica, comprendí por qué jamás vi
a la pequeña de mis cuñadas acercarse a la alberca y en contadas ocasiones la
vi pisar el huerto circundante a la balsa. ¡Porque su madre se lo tenía
estrictamente prohibido!
Pero lo que yo vi en el huerto, lo tuve presente en cada
momento y cada día de los que iba a ver o recoger la hortaliza, o que accedía a
la zona por cualquier motivo, aunque la verdad es, que después de la
manifestación no volví a oír ni a ver nada relacionado con este episodio.
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