Todo lo que existe y ha existido tiene su historia. Los sucesos, acontecimientos, accidentes, etc., ocurren por una causa.
Por motivos que ahora no vienen al caso, me siento muy
conectado con la Barbera de los Aragonés. Suelo acercarme asiduamente por sus
jardines, caminar o tan solo atravesar la zona del parque.
No puede uno evitar encontrarse con otras personas conocidas
y en varias ocasiones he coincidido en el interior del recinto del hoy parque y
jardines de la Barbera.
También he tenido el orgullo y satisfacción de que personas,
importantes para mí, al realizar una visita a la Barbera, me llamen para que
les cuente e informe sobre el lugar y la familia que allí habitó durante muchos
años.
Incluso, en algún que otro momento, al ver la puerta
principal abierta, no he podido resistir acercarme y entrar, a veces, me he
encontrado con un grupo que estaba visitando la casa museo dirigidos por un o
una guía, creo que todos me conocen y casi siempre (me parece que siempre), al
verme, se dirigen al grupo diciéndoles: “Aquí está Paco que sabe mucho de
esta casa y de la familia Aragonés”.
Bueno, quizás me esté desviando del título de este escrito,
pero considero que un pequeño prólogo para que las personas que lo lean
entiendan que, cuando escribo sobre la Barbera lo hago con conocimiento de
causa.
Al fallecer Doña Antonia en el año 1992, siendo la última
persona de la saga de los Aragonés, comenzaron una serie de encuentros entre
las autoridades, reuniones, aportaciones documentales, visitas al juzgado,
etc., etc. Todo ello finalizó con un amistoso acuerdo entre la Iglesia
(obispado) y el ayuntamiento de Villajoyosa.
A partir de ahí, en algunos de los encuentros personales de
los que hago mención arriba de este artículo, me dijeron:
“¡El alcalde Segovia tuvo buen gusto cuando mandó plantar ese
árbol!” Refiriéndose
al ficus.
“¡Los encargados de reformar la Barbera hicieron bien plantando
el ficus! ¡Queda bonito y además da sombra!”
“¡A saber quién y cuándo se plantó ese árbol ahí!”
“¡Ese árbol tan precioso fue plantado gracias a Chemi que
le pidió el dinero a Zaplana para hacer este gran parque!”
¡¡Pues no!!
Tal como al principio digo, todo tiene su causa e historia.
La causa de escribir esta nota o artículo, es la siguiente:
El pasado 9 de octubre, día de la Comunitat Valenciana,
estuve en la Barbera acompañando a los muchísimos vileros que allí celebrábamos
ese día. En un momento dado, una señora que estaba a mi lado, dijo:
“¡Uff, el sol quema! ¡Los que mejor aguantan son los que
están a la sombra de ese árbol!”. Dijo señalando el ficus.
Miré hacia el ficus y vi que bajo su sombra se cobijaban y
resguardaban del sol unas cincuenta personas. Fue entonces cuando los recuerdos
de las manifestaciones de la gente vinieron a mi mente. Cuando cada vez que
miro el ficus, siento emerger en mí el cariño y amor por él. Algo en mí me
dijo: “¡Cuenta su historia! ¡Di porqué está ahí! ¡Menciona quién lo plantó!”
¡Pues bien!
Ese ficus lo compró mi mujer, Patricia, en el mercadillo de
los jueves y estaba en una pequeña maceta. Era el año 1983. Lo trasplantó a una
“gerra” (jarra, orza, cántaro, etc.) que tenía una capacidad aproximada de 75
litros y para que adornara, se dejó en una esquina de la terraza exterior de
nuestra casa.
Al cabo de cinco años, es decir, en el 1988, el ficus, que
estaba formado por tres tallos independientes, había crecido un metro y medio
aproximadamente, pero el reducido espacio que albergaba sus raíces se quedó
pequeño y el ficus comenzó a perder hojas, secar alguna pequeña ramita y dejó
de crecer. Se puso feo y su vida peligraba.
Decidimos darle una oportunidad de vida al pequeño ficus. Lo
saqué de la orza y lo llevé a la Barbera. Los señores Don Pedro y Doña Antonia
Aragonés aún vivían, mi suegra era la criada y también residía allí. Debo decir
que en lo que actualmente es el edificio de la cafetería y sus alrededores,
incluso en el huerto interior, personalmente planté variedad de hortalizas y
algún que otro arbolito. Jamás los señores Aragonés pusieron pegas ni dijeron
nada en contra.
Recuerdo que era una tarde de otoño. Pedí una azada a mi
suegra y decididamente busqué un lugar donde el arbolito no pudiera molestar.
No fue fácil hacer el hoyo, ya que al cavar tropezaba con materiales de
derribo, piedras y trozos de argamasa de cal, aunque tampoco tuve necesidad de
hacer un gran agujero en la tierra. Puse las raíces del ficus en el hoyo y con
un cubo recogí tierra buena para cubrirlas. Después eché un par de cubos de
agua y…
Ya han pasado 36 años. El ficus ha crecido y sigue lleno de
vida. Personas que coexistieron con y junto a él ya no están, pero su sombra
impasible e imperdurable sigue cobijando.
¡Sí! ¡Yo lo planté! Y fue bajo la mirada de los últimos
Aragonés.
Cada vez que paso bajo sus ramas, miro sus tallos y en
silencio le digo: “¡Hola amigo!” Entre sus hojas oigo susurrar: “¡Gracias!”
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